• La Smith-Corona eléctrica donde Gabo terminó ‘Cien años de soledad’

    La Smith-Corona

    Por: Ricardo Rondón Ch.
    http://laplumalaherida.blogspot.com

    RAM / En los vuelos recónditos e itinerantes del periodismo y la imaginación, como ese halcón peregrino que fue de las letras y la perenne memoria, Gabriel García Márquez vivió entre el esplendor y la nostalgia de los teclados mecánicos y eléctricos donde chuzografó sus primeros poemas y dedicatorias amorosas de galán costeño en la época de bachiller en Zipaquirá; el primer cuento, ‘La tercera resignación’, publicado en El Espectador, y las primeras novelas que contribuyeron a su gloria postrera, incluida ‘Cien años de soledad’.

    Y, como reportero varado, de esos de ayer y de siempre, también se vio obligado a empeñar la herramienta de trabajo en aras de cancelar un arriendo atrasado, o la libranza emergente de un agiotista con mirada de mapaná, dispuesto a torcerle el cuello sin piedad. Hoy, la máquina de escribir es un artilugio de museo, pero las vitrinas de los montepíos están abarrotadas de tabletas y portátiles de cargaladrillos en ciernes y de cronistas y letrados quebrados o en uso de buen retiro.

    Cuenta Daniel Samper Pizano en su memorable crónica ‘La historia de las máquinas de escribir de Gabo’, publicada en la Revista Diners N° 103, edición de octubre de 1978, que la primera máquina de escribir que llegó a manos del Premio Nobel colombiano, fue un regalo de su padre, Gabriel Eligio García, el humilde y bien mentado telegrafista de Aracataca.

    En ese entonces Gabito, como lo conocían desde su juventud en la Costa, cursaba bachillerato en el Liceo Nacional de Zipaquirá. La máquina era una Remington en formato de maletín. Su compañera inseparable en esos ‘cuatro años de soledad’, etapa novelesca del escritor iniciático que cuenta en minucias en su libro el periodista y analista de televisión Gustavo Castro Caycedo.

    Esa Remington -según Samper Pizano, que acaba de donar a la Biblioteca Nacional las primeras ediciones de la mayoría de novelas de García Márquez, dedicada a él-, en franca y lastimosa necesidad, fue a parar a una compraventa, luego que el Nobel se graduó de bachiller y se trasladó a una pensión del centro capitalino, como él narra en sus memorias, donde todo era neblina, lluvia y transeúntes cubiertos hasta el cogote de abrigos de paño y guarecidos en eternas sombrillas.

    Prosigue la crónica antológica que al joven Gabo lo sorprendieron los fogonazos y estruendos arrasadores del Bogotazo en el centro -al igual que a Plinio Apuleyo Mendoza, con quien tiempo después afincaría una estrecha amistad-, y que en medio de la enloquecida turbamulta, entre saqueadores, pistoleros, incendiarios y cadáveres desperdigados por el pavimento, batió el récord de los 200 metros con obstáculos, camino a la prendería para rescatar la máquina. Cuando llegó, aturdido y con la lengua afuera, se malayó de que el establecimiento ya estaba reducido a escombros y cenizas.
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    Luego, capoteando las consecuentes borrascas de entreguerras derivadas del asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, García Márquez, como suele suceder con las primaveras y las tempestades del amor, sostuvo relaciones temporales y de ‘concubinato’ autorizado con las máquinas de las salas de redacción de los periódicos –apunta Samper-, “que le ofrecían desvergonzadamente sus teclas por unas horas o días”.

    Fue a mediados del decenio del 50, cuando el escritor de Aracataca partió a París como corresponsal de El Espectador, y Plinio, su amigo y compañero de bregas, que residía en la ‘Ciudad Luz’, le vendió por fina una máquina ordinaria de teclas desteñidas y engranaje oxidado, que no le alcanzó a garrapatear tres reportajes.

    Épocas del notable cuartillero que fue, luego de agotar ejemplares con su reportaje de varias entregas de ‘Relato de un náufrago’, en la solitaria complicidad de estos artefactos que, en su caso, desde el rigor periodístico y el apetito desmesurado del novelista, pedían al por mayor resmas de papel.

    Otra portátil tocada de celebridad fue una que le vendió su ya  compadre Plinio Apuleyo  Mendoza, en 1956, cuando ambos compartían nicho periodístico en una revista de Caracas (Venezuela). Si la primera que le ofertó el escritor y periodista boyacense a su amigo Gabo fue una inservible y carcomida por el óxido, esta resultó que no era de él sino de su hermana, Consuelo Mendoza, que ella insistió en recobrar con el argumento de que estaba obstinada en seguir los pasos literarios del “inteligente Gabito”.

    En esa máquina, otra Remington que sí cumplía a unas condiciones decentes y laborales, García Márquez alcanzó a escribir ‘El coronel no tiene quién le escriba’. Cumplida su misión de reportero en tierras venezolanas, Gabo regresó a Bogotá y llegó armado de una ‘Torpedo’, de manufactura alemana, que él adquirió a plazos, y que nunca terminó de pagar porque firmó el negocio en Caracas, dejando las cuotas al garete.

    Narra Samper Pizano que esa ‘Torpedo’ fue la cuarta máquina del novelista costeño y la primera de su museo, por intercesión de su hijo Rodrigo, que estuvo deambulando con el Nobel entre Barcelona y México, donde ya residía la familia García-Barcha, hasta que un ladronzuelo penetró una noche a la residencia, y entre otras pertenencias, escamoteó la preciada portátil que resistió varios cuentos, el relato mayor de ‘Los funerales de la Mama Grande’ y los primeros capítulos de ‘Cien años de soledad’.

    Ante la irreparable pérdida y con la saga de los Buendía pidiendo a gritos la continuación de su historia, Gabo se hizo a la que él en entrevistas posteriores llamaría su primera ‘máquina biónica’: una Smith Corona eléctrica que compró en México, en 1964.

    La medalla del premio Nobel
    Acostumbrado por años a las mecánicas, el nuevo juguete le pareció una treta luciferina en el empalme de su macondiana historia, la de Úrsula Iguarán y su prole de alucinados, cuando con solo oprimir una tecla podía correr a su antojo el carro del rodillo o el espaciador, y lo más sorprendente para él: le devolvía unos originales de preciosa imprenta y con una rapidez sobrenatural, al punto de afirmar que era la máquina la que escribía por él.

    En esa delicada e ‘inteligente’ Smith Corona finiquitó ‘Cien años de soledad’, en 1967.
    Esa extraordinaria herramienta eléctrica, que también estuvo en manos de Álvaro Mutis, otro de los entrañables amigos de Gabo, fue a parar al cuarto de San Alejo de la casa del Premio Nobel colombiano, en el exclusivo sector de Pedregal de San Ángel, del D.F. mexicano.

    A principios de 2014, la familia García Barcha anunció su donación a la Biblioteca Nacional de Colombia, cuyo trámite, meses después, se vio interrumpido por el deceso del máximo escritor de las letras colombianas, el más laureado y de mayor reconocimiento, ocurrido el 17 de abril.

    Hoy, cuando se conmemora un año de su muerte y la Feria Internacional del Libro de Bogotá le rinde homenaje a su legado y memoria con Macondo como ‘país imaginario invitado’, la Smith Corona que vibró hasta el final con la magia, los sueños, las pestes, los pescaditos de oro y los exóticos personajes que hacen parte del universo macondiano, reposa, junto a la medalla y el diploma del Premio Nobel de Literatura (ilustrado por el escritor y artista sueco Gunnar Brusewitz), otorgado por el Rey de Suecia, en 1982, en un lugar privilegiado de la Biblioteca Nacional.

    Antes de ser exhibida al público el pasado viernes, tuvimos la oportunidad de apreciarla en el departamento de restauración. Cuando la especialista en el tema, Alejandra Padilla, con sumo cuidado la extrajo del estuche de cuerina, percibimos el olor rancio que emanan los objetos del pasado, y perplejos admiramos esa energía espectral de quien la uso por largo tiempo, cuando la restauradora en mención nos ilustró que, en la barra espaciadora, estaban intactas las huellas del genio que escribió la otra biblia del mundo: ‘Cien años de soledad’. Efectivamente, ahí aparecían las marcas dactilares de la genialidad.

    “Sólo le haremos una leve limpieza en algunas partes. Pero el resto queda igual. Las huellas quedarán para siempre”, apuntó Padilla sin mover pestañas, como corroborando que el legado garciamarquiano perdurará por los siglos en la memoria de la humanidad.

    La Smith Corona (que lleva una inscripción en una pequeña lámina al respaldo que dice: “Servicios técnicos. Reparación de máquinas de oficina. Baja California. T.256212), el diploma y la medalla del Premio Nobel, algunas de las primeras ediciones de las novelas y cuentos de Gabo que él le dedicó a Daniel Samper Pizano, y que éste a su vez donó a la Biblioteca Nacional, hacen parte de la exposición temporal ‘Un espejo del mundo’, que bajo el eslogan, ‘Gabo vive entre nosotros’, nutre las actividades culturales y académicas programadas para todas las edades durante el mes de abril, en este recinto.

    «La máquina simboliza el triunfo del escritor, que contra toda adversidad y pronóstico, transfiere al papel la quintaescencia de su pensamiento, decantado durante décadas, y que obtiene su forma más exquisita en la obra de arte, en el caso de García Márquez, la novela por la que le entregan el premio Nobel: ‘Cien años de soledad’”, enfatizó Consuelo Gaitán, directora de la Biblioteca Nacional de Colombia.

    De modo que allí la Smith Corona reinará con los laureles de quien fue su propietario. Afortunado destino, contrario a muchas de su especie que  acomodan entre chatarras y trebejos los mercachifles de los mercados de las pulgas, o en la soledad impía y sin pasado de las prenderías.

    Algunas definiciones #MáquinadelaMemoria

    Paz: estado de cosas para no morir en el intento. #MáquinadelaMemoria

    Lectura: actividad que desafía al tiempo y permite vivir en pocas horas la destrucción de un imperio, el ascenso de una estirpe y su disolución. #MáquinadelaMemoria

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    Biblioteca: lugar donde se encuentran todos los conjuros imaginables contra la desdicha y el aburrimiento. #MáquinadelaMemoria

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